En esta ocasión os traigo una interesante reflexión sobre el cada vez más raro hábito, el conversar. El hecho de mantener una agradable conversación se está convirtiendo en un ejercicio cada vez más raro e inusual. Puede que la culpa sea de las redes sociales, de la poca capacidad de mantener un diálogo tranquilo y sosegado; muchas veces no escuchamos a nuestro interlocutor para saber lo que nos quiere transmitir sino que estamos pensando en la réplica que debemos enviar para quedar por encima. Pienso que es importante escuchar con atención, no ya como una muestra de respeto sino de oportunidad de aprender del otro, y no menos importante, para aprender de nosotros mismos ¿Qué es lo que nos molesta de lo que nos quiere indicar la otra persona? ¿Qué ideas novedosas nos quiere transmitir? En la era de la inmediatez, es posible que tengamos que detenernos un poco y nos demos, de vez en cuando, el lujo de mantener una interesante conversación. Es, sin lugar a dudas, uno de los pequeños placeres que podemos disfrutar. Para ilustrar este planteamiento, comparto un fragmento del libro El mundo de Sofía de Jostein Gaarder.
EL ARTE DE CONVERSAR
La propia esencia de la actividad de Sócrates es que su objetivo no era enseñar a la gente. Daba más bien la impresión de que aprendía de las personas con las que hablaba. De modo que no enseñaba como cualquier maestro de escuela. No, no, él conversaba.
Está claro que no se habría convertido en un famoso filósofo si sólo hubiera escuchado a los demás. Y tampoco le habrían condenado a muerte, claro está. Pero, sobre todo, al principio solía conseguir que su interlocutor viera los fallos de su propio razonamiento. Y entonces, podía suceder que el otro se viera acorralado y, al final, tuviera que darse cuenta de lo que era bueno y lo que era malo.
Se dice que la madre de Sócrates era comadrona, y Sócrates comparaba su propia actividad con la del "arte de parir" de la comadrona. No es la comadrona la que pare al niño. Simplemente está presente para ayudar durante el parto. Así, Sócrates consideraba su misión para ayudar a las personas a "parir" la debida comprensión. Porque el verdadero conocimiento tiene que salir del interior de cada uno. No puede ser impuesto por otros. Sólo el conocimiento que llega desde dentro es el verdadero conocimiento.
Puntualizo: la capacidad de parir hijos es una facultad natural. De la misma manera, todas las personas pueden llegar a entender las verdades filosóficas cuando utilizan su razón. Cuando una persona "entra en juicio", recoge algo de ella misma.
Precisamente haciéndose el ignorante, Sócrates obligaba a la gente con la que se topaba a utilizar su sentido común. Sócrates se hacía el ignorante, es decir, aparentaba ser más tonto de lo que era. Esto lo llamamos ironía socrática. De esta manera, podía constantemente señalar los puntos débiles de la manera de pensar de los atenienses. Esto solía suceder en plazas públicas. Un encuentro con Sócrates podía significar quedar en ridículo ante un gran público.
Por lo tanto, no es de extrañar que Sócrates, a la larga, pudiera resultar molesto e irritante, sobre todo para los que sostenían los poderes de la sociedad. "Atenas es como un caballo apático", decía Sócrates, "y yo soy un moscardón que intenta despertarlo y mantenerlo vivo".
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